lunes, 21 de enero de 2008

El nuevo disjockey

Son las 5 de la tarde del miércoles. Día hora fijada para mi debut como discjockey. Estoy nervioso y porto una bolsa llena de CD’s que había estado recopilando durante toda la tarde ayer en casa de mis padres; a saber, boleros, pasodobles, tangos, chachachá, salsa, jotas, y otros bailes adecuados para esta ocasión. El no querer hacer la mili, me ha traído a este centro social de la tercera edad para ejercer de pinchadiscos los miércoles y viernes de cada semana. Allí estaban todos ellos, expectantes, sentados alrededor de la sala en sillas metálicas adosadas a la pared, creando un círculo que yo debía atravesar por primera vez. Murmullos, sonrisas, miradas de examen físico me perseguían hasta mi pequeño rincón. Una silla igual que todas las demás, un excelente equipo de música con un micrófono y una amplia caja de cartón con más de 50 discos, aparte de los míos.
Antes de sacar mi elaborada lista manual con lo que tenía que pinchar en cada momento, ya tenía enfrente de mí a Pascual, un señor de unos 70 años, piel arrugada y una cara de mala leche que asustaba. – Hola pardillo – me dijo sin pestañear, - ya estás poniendo canciones para que baile yo bien agarrado a la Luisa, ¿me entiendes? De esos de restregar la cebolleta – acompañando esta frase con un gesto elocuente que me decía que quería pasarlo bien. Miré atónito mi papel doblado, y observé que la primera de la lista era “España Cañí ”, por lo que tuve que hacer un pequeño cambio de última hora para acoplar el tango “a media luz”. El primer día transcurrió así, con sobresaltos, abucheos, algún aplauso pero muchas críticas ,“que malo eres” –me decían.
Mi gusto por la música y las ganas de agradar a todas esas personas, que sólo vivían pensando en el día del baile, me hizo crecerme en mi entusiasmo y comprender muchas cosas de la tercera edad, que antes no me había parado a pensar. Día a día, este centro marginado y a punto de cerrarse por falta de socios, fue experimentando una gran afluencia de público, sobre todo los días del baile. Aparcaba mi coche al otro lado de la entrada, y observaba esas largas colas para entrar, que daban la vuelta a la manzana . ¡Era increíble! Caminaba a trompicones para lograr pasar al recinto, ya que entre besos y apretones de manos, e intensas muestras de cariño que si viera mi novia se podría poner muy celosa… Antes de empezar aquel viernes, el director del centro me felicita por mi labor, y crea en mí un ambiente de euforia que me insta a usar el micrófono animando aún más si cabe la fiesta. ¡Vamos abuelosssss! ¿Quién está aquí para vosotros? “Céeeeeeeeeesar ”, un grito unánime coreaba mi nombre cada tarde. Era una especie de fama creada en un grupo reducido de personas, que simplemente hacía feliz durante 3 horas. Es una sensación de paz conmigo mismo que jamás volveré a sentir; yo ayudaba y me sentía querido, hice llorar y me hicieron llorar, provoqué la risa y me hicieron sonreír. Una chocolatada, un concurso de disfraces y mi participación en la cabalgata de Reyes de Carabanchel, completaban mi ciclo de objetor, y mi labor social. Sólo restaba el último baile, que entre lágrimas pude despedir con mi entrecortada voz al grito de “Maestro, maestro”. Inolvidable.

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