lunes, 21 de enero de 2008

El vidrio

Ya comienzan a rugir mis tripas y son las 12 de la mañana; aún 2 horas de trabajo y nada que echarme a la boca. Si ya lo dicen en la tele: “Actimelízate ”, pero es que a mi me da vergüenza tener un botecito ridículo en la mesa de mi oficina. A falta de vitaminas que evaporen mi sueño, salgo un rato a la puerta de la calle a fumarme un cigarro, y disfruto de cinco minutos de asueto y de alguna mirada furtiva al trasero de las chavalas que a esta hora salen de la Universidad. Que placer, me da el sol en la cara y oigo el teléfono dale que dale en el interior, “Que lo coja Rafa, para eso le pagan más”. No tengo más tiempo de evadirme en divagaciones inútiles, ya que un tirón de la manga de la camisa me hace girar el cuello bruscamente, haciendo caer mi cigarrillo y creando un gran agujero negro en el pantalón. Verás cuando lo vea mi madre, recién planchados y ya sucios y rotos.
“¿Qué quieres Rafa?” – No ves qué estoy fumando-, le dije, como si fumar en el trabajo fuera algo que diera todo el derecho a ser intocable. “Te llama tu madre por teléfono” ¡Qué rabia¡, aparte de jorobarme mi ratito de gloria, me dolió más que me llamara mi madre al trabajo, ya que aún recuerdo cuando me acompañó el primer mes completo, día a día, al instituto para mofa de todos los compañeros, ya vaya que si lo sufrí el resto del curso. Seguro que quiere que la compre el pan de camino a casa, cuando tiene la panadería enfrente justo del portal… ni que yo pudiera entretenerme, con el sueño que tengo hoy no perdono la siesta. Piso el cigarrillo con un gesto de incredulidad, y vuelvo a entrar en la oficina negando con la cabeza, para que todo el mundo se diera cuenta que no me gustaba que me llamara mi madre. Cojo el teléfono caído sobre mi mesa: “¿Dígame? ” – como si no supiera quien llama, no te digo. Al otro lado, mi madre apenas puede hablar entre sollozos y quejidos lastimosos. – Haber, tranquilízate mamá y dime que es lo que quieres. – Tienes que venir rápido a casa, niño- Me he tropezado con la alfombra mientras pasaba la aspiradora, y he golpeado con mi cabeza el vidrio que está encima del mueble del salón; se ha caído y se ha roto encima de mi. Creo que tengo algún hueso roto y me he cortado. No me puedo mover del suelo. – Vale, mamá, no te muevas que voy para allá –. La cristalera que había en ese mueble era enorme y podría atravesar a un elefante como si de un pincho moruno se tratara, y así imaginaba yo a mi madre en aquel momento. Perdí en aquel momento toda vergüenza ante la emergente situación y dejé con la palabra en la boca a Rafa, que pretendía saber lo ocurrido, aunque yo ya estaba corriendo calle abajo hacia la parada del autobús. Mientras esperaba en la parada, sin parar de girar nervioso sobre mi mismo, realicé 4 llamadas por el móvil; a una ambulancia, a la policía, a los bomberos y al hospital más cercano para que tuvieran un quirófano preparado (en este último me colgaron directamente y me tomaron por loco).
Con todas las voces que iba dando, había creado a mí alrededor un corrillo de gente que se iban contando entre ellos lo que yo había relatado en mis llamadas telefónicas. Tuve que soportar todo ese murmullo en los 25 minutos de agobiante trayecto en bus, ya que se había montado más gente de la que cogía esa línea para ver el desenlace de la situación. Unos decían que mi hermana se había intentado suicidar clavándose un vidrio en el pecho, otros insinuaban que mi novia había atravesado el vidrio de la terraza y se había precipitado al vacío, en fin, una sarta de disparates que aceleraban más mi nerviosismo. Me apeé con el autobús en marcha nada más abrirse las puertas centrales, a las que yo había permanecido pegado como una calcomanía todo el viaje, y flipé en colores al ver la que se había montado a lo largo de los 9 portales que recorrían mi calle. Todos los servicios que yo había solicitado ya se encontraban allí y en un rápido vistazo no divisé ningún furgón funerario, lo que me dio aún más alas para saltar el cordón policial gritando “Soy su hijooo, ¡ mamá ¡“Tras subir los dos pisos en diez segundos, y pasar por encima de la puerta tirada por los bomberos, mi sorpresa fue mayúscula al observar que el vidrio del mueble estaba intacto. Mi madre descansaba en el sofá con una pierna vendada encima de la mesa, y en el suelo y bajo la atónita mirada de unas quince personas que ocupaban el salón, allí estaba hecho añicos, el último regalo de cumpleaños de mi madre para que grabara las telenovelas, cuando tenía partida de cartas. “Hijo, lo siento mucho, he roto el vidrio”.

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