lunes, 21 de enero de 2008

Lágrimas de soledad

Han llegado las 10 de la noche y estoy agotado. Hoy no he parado y mis doloridos pies me han llevado hasta la calle Preciados; multitud de comercios, avalanchas de gente, parejas de la mano, ecos lejanos de música antigua, alboroto y multitud. Yo, sólo como cada día busco mi propia dicha sin tener compañía, sin compartir un abrazo y sin recibir un beso. Estamos en Junio, hace calor y llega la fecha exacta en que pienso en ti.

¿Te acuerdas Erika, de aquel amor? Ese que consumamos por primera vez en la hierba mojada de un rincón escondido del Retiro. Llovía a mares, lo que te hacía más sensual todavía destacando el contorno de tus labios redondeados. Tu figura esta vez no imaginaria se asomaba a través de tu camiseta empapada, de donde brotaban tus emergentes senos y esa cintura provocadora. Ese profundo olor se me ha quedado grabado y aún lo siento cuando inspiro hacia dentro. Nos conocimos en Mayo en aquel garito de Carabanchel, en el que, para acceder a la pista de baile, había que subir unas estrechas escaleras; y fue justo en aquel instante que te vi subir, te deseé pensando que esas piernas debían ser mías. Al ritmo de Chayanne primero y Elvis Crespo después te fui conquistando hasta arrinconarnos contra la pared del baño para comenzar nuestro particular cortejo.

He llegado a la Gran Vía, y me queda un tramo enorme hacía arriba para alcanzar el número 43, lugar dónde terminaba mi camino por hoy. Descanso en un banco de metal, dónde dejo caer mi pesado saco de plástico repleto de ropa y enseres. Cada vez menos gente pasea por esta gran ciudad, como hormigas con su labor diaria cumplida, vuelven a casa y se recogen uno a uno refugiándose en escaleras que conducen al metro o en pequeñas marquesinas de autobús marrones que cobijan más personas por metro cuadrado que algún país europeo. Me voy quedando sólo, como cada noche. Ya siento la primeras lágrimas brotar por mi sucia mejilla, lágrimas de soledad que reflejan mi odio hacia a aquellos que destrozaron nuestras vidas aquella maldita noche en el Retiro. Tú perdiste la honra delante de mis propias narices y yo perdí la libertad durante estos quince años que he malvivido en la cárcel. Pero aún doy gracias a Dios de poderme zafar de aquel tipo, quitarle la pistola con la que apuntaba mi pecho, y reventarle a tiros. Era demasiado tarde, porque tú yacías en el suelo malherida, llorando y gritando que te querías morir, pero el ansia de matar se aferró a mí de tal forma que me sentía imparable, soberbio de odio por ti. Fue aquella noche la última vez que te vi, te alejabas a cada segundo según avanzaba el coche de Policía que me condujo a comisaría.

Tras levantarme del banco, crujiendo mis huesos sobre todo en las rodillas, apoyé mi saco en el hombro y continué mi pesado caminar. A estas horas ya no era el mismo, la poca gente que recorría las calles huía de mi lado o incluso cruzaba al otro lado de la acera. La poca ropa limpia que me quedaba esa semana estaba en mi saco, aguardando tu idílica visita en la que conocería a mi hijo. Lloro con más fuerza, cuando por fin sólo, en el número 43 de la Gran Vía descanso en el suelo de aquel desangelado cajero automático. Ya tumbado sobre los cartones que transportaba vuelvo a gritar tu nombre una y mil veces, desgarrando totalmente mi garganta. No he comido nada desde la una, pero no me falta el trago de Whisky que fluye en mi cuerpo para calmar mis lágrimas. Hoy vuelvo a dormir sin ti.

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