lunes, 21 de enero de 2008

Un día cualquiera

No deja de llover tras el mirador del salón. Sentado, frente a él y con todo el tiempo del mundo intento contar los coches que atraviesan la calzada. Enseguida siento que hoy hay más ajetreo de lo normal, la gente está nerviosa y hay más luces de las habituales en las terrazas del edificio colindante. No es sólo la lluvia la que altera este día. Hay un gran atasco de coches, multitud de paraguas como champiñones gigantes cruzan apresurados el paso de cebra, para no perder el autobús, que se detiene para que los champiñones se cierren y desaparezcan; todo vuelve a quedarse vacío hasta el siguiente autobús.
Todo sucede como un bucle repetitivo, a la vez que el teléfono en casa no deja de sonar, los mensajes de móviles bombardean mi cabeza, y la entrada y salida a la casa de gente extraña no cesa durante horas. Pero yo, prefiero mirar hacia la ventana, como un día cualquiera, como todos los días. Ajeno al interior y en mi profunda tristeza, no puedo hacer más que asimilar cada momento que sucede, el instante en el que estoy, no miró hacia atrás ni pienso en un futuro. Hundido en mi sillón y con mi bata de cuadros azules, me siento un mueble más a espaldas de la gente, apartado de sensaciones y emotividades, sin sentimientos ni ilusiones, atrapado en una vida que ya no deseo, que no es la que soñé y que quiero perder de vista. Me duermo, como un día cualquiera, mi cabeza hacia un lado pero mi cerebro hacia el otro. Me despierto, me duermo, me despierto, me duermo; otra pescadilla que se muerde la cola, otra interminable espiral en la que me encierro a cada momento. Me orino, me cambian; defeco, me cambian. Lloro y nadie limpia mis lágrimas, nadie me pregunta porqué lloro, qué siento, qué pienso, qué quiero o qué echo de menos.
Tengo mucha hambre y apenas puedo comer. Hoy la cocina está repleta de viandas y mi hija no ha salido de allí en toda la tarde. Mi sentido del olfato aún está vivo y me hace sentir aquel olor transformado en alimento dentro de mi boca, pero nadie me mueve del sillón….permanezco inmóvil y la saliva se desplaza lentamente hacia mi mentón, tengo hambre y frío, y lloro de nuevo al encogerse mi corazón. Siento alegría porque me voy, me acaban de llamar y no precisamente para cenar, sino para marcharme y descansar, y vuelvo llorar como un día cualquiera.
Mi hija sale por primera vez de la cocina, e intenta levantar mi peso muerto…-Venga Papá, a cenar, que es Nochebuena-, y ella llora conmigo…

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