lunes, 21 de enero de 2008

La visita clandestina

Anuncié mi llegada en la recepción con voz temblorosa y entrecortada. Hacía mucho frío ese último día de Febrero. Estaba muy nervioso ya que había engañado a mi madre diciéndola que pasaría la tarde en el cine. Nadie podía verme y elegí un lugar lejano a mi barrio para evitar miradas y rumores vecinales.

La señora que se sentaba detrás del mostrador, sin mirarme ni siquiera a la cara, me indicó que me sentara en la sala de espera y que me llamarían para entrar en la “Puerta 2 ”. Todos mis nervios acumulados se concentraban ahora en una puerta blanca con un pomo de bronce en su lado izquierdo, y con una figura triangular empotrada con un tornillo en la que rezaba el número 2. Era la tercera vez que visitaba una clínica dental, pero en las dos anteriores aún no tenía conocimiento de todo lo que podía significar aquel momento; hoy con 20 años, podía sentir el corazón en la garganta y el titileo nervioso de mi párpado izquierdo, que me hacían sentir una especie de vértigo del que yo debía salir victorioso. El continúo murmullo de las personas que se encontraban allí, se mezclaban con los gritos de dos niños que corrían como diablos alrededor de una gran mesa de cristal repleta de revistas sin ningún orden de colocación. Podía notar mis pulsaciones en lugares antes insólitos de mi cuerpo, como las sienes o mis delgados hombros. Iba a estallar mi cabeza debido a las dos obsesiones que cruzaban por mi mente: la primera era levantarme y cruzar la puerta de la calle a toda velocidad para no volver más, y la segunda esperar oír mi nombre desde aquel pequeño interfono y cruzar la puerta 2. No me dio tiempo a decidir la mejor opción, ya que la puerta 2 se abrió despacio para dejar paso a una señora que se sujetaba una gasa apoyada en su boca. Lo siguiente que pude sentir fue el sonido maquinal de mi nombre que me invitaba a pasar – Daniel García, por favor -; apenas me podía levantar de aquella silla estrecha, ya que mis músculos estaban completamente agarrotados, pero logré caminar lentamente hasta allí y tras cruzar la puerta, una auxiliar de unos cincuenta años se apresuró a cogerme fuerte del brazo para impulsarme hacia dentro y cerrar la puerta.
Me indicó rápidamente que me sentara en aquella especie de nave espacial gris rodeada de extraños brazos robóticos, mientras escuchaba al otro lado del cuarto el sonido metálico de instrumentos manipulados por otra persona. La fuerza vigorosa de la auxiliar hizo que me arañara el cuello al colocarme esa especie de babero gigante que me protege de mis propias babas. Mi quejido tuvo la respuesta que yo esperaba desde hace semanas, ya que sentí sus pasos acercándose hacía el decorado de mis sueños. Me deshice al completo cuando tuve su rostro encima de mí; aquellos ojos negros tan redondos y esa sonrisa tan marcada, finalizada con su estilizada perilla que me hubiera gustado acariciar alargando mi mano hacia arriba.
- No te va a doler nada, no te preocupes ¡ Su voz varonil calmó mi ansiedad, aunque el no sabía que mi anestesia era su presencia, y la suavidad a mi dolor era sentir sus dedos sobre mi barbilla y mis labios. Tenía mi cuerpo todo el vello erizado y la piel de gallina, por aquel primer y ligero contacto entre el Doctor Zamora y yo, lo que llevó a la auxiliar a moderar la temperatura de la calefacción. Eso me llevó a interpretar una ligera sonrisa, ya que no era frío lo que yo sentía, ni mucho menos, sino un calor agradable acompañado de una erección, que aún siento cada vez que recuerdo aquella maravillosa experiencia.
César, 22 de septiembre de 2007

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