lunes, 21 de enero de 2008

El cuaderno de Anelei

Anelei se despertó sobresaltada. Eran las 5 de la mañana del miércoles, y tan temprano una sola obsesión recorría su cabeza; encontrar de cualquier manera el cuaderno de inglés de su hijo que le exigían para comenzar las clases. Adam era un niño muy prudente y aplicado, pero los escasos medios familiares hacían muy difícil la labor de un buen estudiante. Todas las mañanas ayudaba a su madre a vender fruta en el puesto ambulante del mercadillo; cada día un barrio, y si a la vuelta de trabajar le quedaba cerca el colegio, acudía cansado y fatigado, sin asear y sin material, pero con más ilusión que todos los que allí habían llegado puntuales. Para Adam, escuchar cada clase, cada nueva palabra de la profesora Eva, era un nuevo ingreso de conocimiento que masticaba hasta estrujar en su pequeña cabecita.
Anelei había coincidido alguna vez con Eva, y esta última conocía la delicada situación en la que se encontraban, por eso, en la medida de lo posible ofrecía a veces su hogar para intentar que el niño avanzara un poco más en sus estudios. Pero todo lo demás corría de parte del esfuerzo de Anelei; sabía del escaso interés de Adam por continuar trabajando en la calle y labrarse un futuro digno, y soñaba con la misma ilusión que su hijo, viéndole graduado en la Universidad. Su marido estaba entre rejas por intentar asesinarla y por consumarlo con su hijo mayor; sólo le quedaba Adam, sólo se tenían ellos dos.
Necesi taba ese libro para que Adam pudiera examinarse, de lo contrario el primer trimestre habría sido en balde. No tenía para pagar un libro nuevo, por eso acudió a la calle Libreros para adquirirlo a buen precio, pero eso si de segunda mano. La vida era dura para ella, nunca había tenido suerte y esa mañana salió a buscarla para él. Con las mismas zapatillas raídas y la bata con la que durmió anoche, Anelei regresó a su pequeño hogar prefabricado de láminas de chapa, con el tesoro entre sus manos cobijándolo de la lluvia. Adam repasaba su preciado libro de matemáticas, mientras mordisqueaba una galleta; era un auténtico rabo de lagartija, con los ojos muy abiertos pero con la expresión hundida, víctima del sufrimiento. Anelei entró en la casa, y ofreció el cuaderno al niño, que lo estrujó en su pecho como si en ello le fuera la vida. Su madre tenía el corazón fuera del pecho de alegría, aunque no podía demostrárselo con palabras, ya que era sordomuda de nacimiento. No dejó Adam ni un instante el libro cerrado sobre la mesa, para comenzar a devorarlo con ansiedad. Nada más comenzar, puso los brazos sobre la mesa y bajo la cabeza hasta dar con esta, y comenzar a llorar con tristeza. Se levantó corriendo a abrazar a su madre qué no entendía su desolación. Abrazados, y él con la cabeza en el hombro de Anelei sin parar de llorar y susurrando: “el libro está escrito”. No le valía un libro usado, ya que era para completar en él los ejercicios, y sentía un profundo dolor, pero no quiso que su madre se diera cuenta y simuló el llanto como si fuera de alegría. Sabía el esfuerzo titánico de su madre por ayudarle. Pero de aquella cabecita, no paraban de salir las palabras: “está escrito”

1 comentario:

ILARA dijo...

Precioso relato que plasma la injustica cruel que se ciega con algunas personas.